Desde que todo había terminado, el teléfono
fijo sólo había sonado tres veces: su hermana invitándolo a tomar unos mates,
una notificación de corte de servicios de vaya a saber cuál de ellos, y un
ofrecimiento para cambiarse de mutual. Ella no llamaba.
Los días habían pasado, y el trajín
empezaba a enturbiar los recuerdos pero, igualmente, las noches no daban
respiro y el rescoldo de una vieja pasión cercana, aportaba lo suyo para que
aunque sea una lágrima de las que él le había jurado cayera contorneando el
rostro hasta llegar a la almohada.
La casa estaba tranquila; orden por todos
lados, y la pulcritud e impavidez de los muebles le hacían dudar de que algo hubiera
pasado, de que la felicidad había inundado todos esos espacios inmaculados.
Él se había encargado minuciosamente, de
quitar todo objeto material que hacía referencia a los meses anteriores:
papeles pegados en los espejos, borradores tachados, anotaciones desprolijas
producto del apuro, más papeles y hasta anotaciones de chinchón todo con los
nombres de ambos.
Pero no podía dejar de persignarse cada vez
que se acostaba, ni tampoco podía dejar de repetir incesantemente los ritos más
estrambóticos rezando para que volviera a dioses inexistentes.
Una mañana se levantó, como todas en su
vida: cansado y perezoso. Puso a calentar la pava, preparó el mate, bostezó y
se sentó en la cocina. Los primeros rayitos de sol del día, se asomaban tímidos
por la ventana.
A las diez y veinte, por cuarta vez desde
que todo había terminado, sonó el teléfono y los últimos siete meses
aparecieron en su mente comprimidos en tan sólo un segundo. Volvió a sonar.
Temeroso se acercó hasta la mesita donde estaba el aparato, que no paraba de
arremeter con su incontenible chirrido. Casi temblando tomó coraje, y con las
manos algo transpiradas atendió. Del otro lado, una voz armoniosa pero con
cadencia técnica le dijo: “Buenos días señor, mi nombre es Roxana y lo llamo de
Telefónica para ofrecerle….”. No respondió; no dijo una sola palabra y cortó.
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